Crónica de Bolonia 2017: tienes cara de indígena

Por Pablo Álvarez, editor de Ekaré Sur

13 Abril 2017

Este año llegué a Bolonia con la ilusión de comer deliciosas pastas y ver espectaculares libros ilustrados (en ese orden). Lo de la lectura fue más bien de imágenes, porque todo parece estar dominado por ella. Difícil comer deliciosas pastas durante el día, porque dentro de la feria es preferible, incluso, no comer, o morir por inanición. Pero este año, en un noble acto con nuestros estómagos, la organización del CNCA y ProChile, que montan un stand espectacular en la feria para representar las publicaciones chilenas, proporcionó unas colaciones impecables para el mediodía. No se les pasó ningún detalle en términos de producción, diseño, alimentación y contenidos en la presente edición.

Segunda vez que venía a la feria, y de manera consecutiva. Tenía el mapa en mi cabeza, la ubicación de los stands, las muestras, los lugares que no me interesaba visitar, la ubicación de mis editoriales favoritas, la posibilidad de encontrar un hallazgo revelador en los ingleses Flying Eye Books / Nobrow, y sus impresiones de lujo; o los amigos italianos de Else, con las serigrafías más bellas del planeta; en Tara Books, de la India, y esos materiales y papeles de lujo; o los franceses de Les Trois Ourses, tan preocupados en las propuestas gráficas; en Thierry Magnier, otros franceses con sus plásticas ediciones; en el stand de los portugueses de Pato Lógico y sus conceptuales y gráficas propuestas; también los portugueses de Orfeu Negro o Planeta Tangerina; en la reciente editorial española A buen paso, que va a muy buen paso; los italianos de Orecchio Acerbo o Corraini Edizioni, con sus autores y ediciones de lujo; o los canadienses de Groundwood. Tantas editoriales. Tantas propuestas. Como sabiamente dijo Frank Zappa: “So many books. So Little time”.

Confieso que la primera vez que fui a la Feria no tenía muy claro de qué se trataba: ¿Qué se hace en una feria internacional del libro? Me preguntaba intensamente, y mis únicas referencias eran la FILSA o la FILBA. Es decir, un espacio grande, generalmente instalado en un centro de eventos o una gran carpa, donde va todo tipo de personas a comprar todo tipo de libros de todo tipo de editoriales, las que aprovechan de saldar lo que no han vendido en años y hacer presentaciones de libros o firmas maratónicas de autores. No, Bolonia no era eso. Y quizás exagero un poco: no era del todo ignorante de lo que ahí pasaba; esa primera vez algo investigué. Además, contaba con el respaldo de Ekaré, una editorial con una larga trayectoria en estos asuntos. Le pregunté a los que habían ido antes, los que tenían más experiencia internacional. Compra venta de derechos, negocios, muestra de portafolios, exhibiciones, premios, me contestaron. Ese era mi mapa conceptual, que tenía sólo conceptos y no definiciones.

¿Entonces, qué es la Feria de libros para niños y jóvenes de Bologna? Hasta el momento, tan sólo un mapa: uno conceptual y otro de deseos. Pero hagamos el siguiente ejercicio: imaginemos un gran espacio. Ahora imaginemos un galpón, como del tamaño de dos canchas de fútbol. Ahora cinco galpones. En esos cinco galpones hay stands que ofrecen un producto, no importa el producto. Esos productos son vendidos u ofrecidos por alguien, idealmente un especialista. El producto es ofrecido a otros especialistas. Muchas veces el producto que ese especialista desarrolla y ofrece a otros especialistas está hecho de acuerdo a los tiempos que corren. Asimismo, estos cinco galpones pueden entenderse como cinco submundos que contienen, a su vez, múltiples micromundos.

La Feria de Bolonia es, entonces, un gran mapa, un mapamundi, si se quiere, de la edición de libros para niños y jóvenes. En este mapa, por supuesto, coexisten creencias, formas de vida, puntos de vista, ideologías, religiones y maneras de entender el mundo y su mapa. Como toda representación, por supuesto, este mapa no es exacto, ni tampoco una reproducción exacta de todo lo que en el mundo se produce en torno a la literatura para niños y jóvenes, pero es, al menos, una muestra representativa.

En ese panorama, el de la edición mundial de libros para niños y jóvenes, es que se desarrolla la Feria de Bologna. En tan sólo tres días y medio, editoriales de todas partes del mundo exhiben lo más representativo de sus catálogos. Gracias a esta exhibición, las casas editoriales se reúnen con otros editores o representantes (de autores, ilustradores o editoriales) para ver la posibilidad de adquirir los derechos de traducción o reproducción de un libro en otra parte del mundo, o en otra lengua distinta a la original. Paralelamente, escritores e ilustradores de diversos rincones y geografías se citan con editores y representantes para mostrar sus producciones, portafolios y proyectos. Al mismo tiempo, la organización de la Feria realiza una serie de acciones y actividades de promoción y difusión de escritores, ilustradores y editoriales.

Una de las actividades más importantes que destacan en la organización de la Feria es la Muestra de ilustradores, organizada en conjunto con la Fundación SM. La convocatoria es impecable. La selección rigurosa. El montaje sorprendente. Año a año, cientos de ilustradores de todo el mundo envían sus proyectos a la Feria, donde son evaluados por un selecto jurado. La muestra abarca todos los rincones del planeta (sobre todo de Europa) y destaca por convocar a ilustradores muy jóvenes y con prometedoras trayectorias. Sin embargo, lo importante es apreciar estilos, tendencias, propuestas gráficas y pictóricas que orbitan por el mundo. Algunos chilenos han sido seleccionados en el último tiempo: Sol Undurraga, Cristóbal Schmal. Nombres a los que se asocia una carrera en completa alza, que sin embargo aún no hemos visto en muchas publicaciones en Chile; por desconocimiento, falta de riesgo, conservadurismo. No lo sé.

El carácter ilustrativo de la Feria es sorprendente. El valor que la imagen tiene en los libros para niños y jóvenes ha adquirido una importancia inédita hasta ahora. Es cierto, la literatura infantil –desde el desarrollo de las artes gráficas, el diseño, la decoración, las técnicas de impresión y el auge de la imagen a partir de finales del siglo XIX (la fotografía y la imagen en movimiento, específicamente)– se ha volcado de manera progresiva hacia la imagen. Sin embargo, ni en los años 60 ni en los 80, cuando irrumpieron figuras importantísimas a nivel gráfico, el impacto ha sido tan fuerte como ahora. En esas décadas, y las anteriores a la actual, la preocupación por el texto y el desarrollo de una historia no se veía afectado por la presencia de la imagen; más bien se resaltaba. Las artes gráficas actuales, preocupadas por el impacto, por la belleza del color y la estetización de los elementos que componen la imagen, se han impuesto por sobre la palabra, en algunos casos.

La Feria de Bolonia, que es este encuentro de personas de todo el mundo, propicia este desarrollo de la imagen como lenguaje universal. ¿Cómo, si no, podrían entenderse un iraní con un chileno en medio de una venta de derechos?  ¿Cómo le explico a un coreano que Tomás está escondido y su mamá lo busca por toda la casa? La imagen como texto, por tanto, y al modo de los mapas, se ha convertido en ese lenguaje universalizante, una especie de Torre de Babel donde existe una lengua común para todos.

Hay una tendencia en la ilustración actual, que me parece profundamente interesante. Hay una inclinación hacia lo primitivo, una elección voluntaria de ir contra las normas más estrictas del arte, que es, por cierto, muy atractivo. Vemos un desapego por la técnica depurada; una imperfección en el dibujo; una desprolijidad en la composición. Pareciera que todo estuviera dominado por el azar. Es, y espero no equivocarme, un caos planificado. Una despreocupación cuidadosamente descuidada. Una manera de volver a los orígenes y desentendernos de siglos de historia.

Como cada noche, fiel a las tradiciones, después de nuestras respectivas cenas, nos reuníamos latinos con españoles, portugueses y algunos anfitriones italianos, en nuestro bar favorito de la noche bolognesa. No por desconocimiento de la ciudad, sino por economía y comodidad en la reunión. Entre un aperol spritz y otro, un editor portugués (su nombre no viene al caso) me dijo: “Tienes cara de indígena, Pablo. Sí, tus facciones son de indígena”. Nos reímos por la espontánea y sincera ocurrencia. Me sorprendió su conocimiento de la raza indígena latinoamericana. Luego buscamos a qué tipo de indígena me parezco. Yo le conté que nací en Punta Arenas, en la región de Magallanes, la zona más austral del Chile continental. Me gusta presumir de mi condición de magallánico, de haber nacido en el sur del mundo, ahí donde se acaba el mapamundi y pareciera que la tierra da la vuelta, y donde ningún colono navegante, ni español ni portugués, pudo nunca seguir avanzando. Le conté la historia de Pedro Sarmiento de Gamboa y Puerto de Hambre. Le conté de esas criaturas monstruosas que habitaban las costas del sur del mundo y de esa superstición católica que trajeron los invasores del viejo mundo al nuevo mundo, como les gusta decir. La ocurrencia del editor portugués me hace pensar en las tendencias de la ilustración actual y, por extensión, de las publicaciones para niños. Domina ese primitivismo, esa apego al arte brut, a las experiencias menos desarrolladas del arte, pero no por eso menos significativas. Veo mi cara en el espejo y me parezco a las ilustraciones de los que hacen libros para niños. Se acabó la perfección en el trazo, la modelación ideal de los cuerpos bajo los cánones de la belleza occidental. Pienso en mi indigenismo y en mi origen patagónico y en las historias que, seguramente, se contaban los selknam’ alrededor del fuego. Sobre todo pienso en cuánto nos debe Europa. Y cuánto le debo yo después de probar esos spaghetti caccio e pepe que tanto disfruté mi última noche en Italia. Ciao!

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