17 Junio 2020
Antes de la pandemia, los lunes salía temprano de la oficina. Llegaba a mi casa y tenía la vida como de un jubilado que mantiene un trabajo de medio tiempo: cocinaba algo, me preparaba un café y aprovechaba de salir a dar una vuelta por el barrio, me iba a leer a alguna plaza o simplemente caminaba. En esos días de jubilado me encontré varias veces con Germán Droghetti. Él venía de sus clases de inglés, porque, me decía, “siempre estoy aprendiendo algo nuevo, aunque esté viejo”. Y yo no podía concebir dónde había espacio para la vejez en esa persona tan llena de energía y vitalidad. En esos encuentros siempre nos sentábamos en el clásico La Escarcha. Nunca me dejó pagar, porque “para algo soy rico”, me decía entre risas mientras se tomaba su cortado o disfrutaba de un café helado en tiempo estival.
Más de una vez lo vi comprando bolsitas de frutos secos en la tostaduría Talca. Yo lo espiaba en secreto, era mi día de jubilado así que podía hacer las veces de detective. Elegía siempre la misma bolsa, pagaba, no se aguantaba y la abría ahí mismo. Después se iba caminando cuadras y cuadras hasta su departamento en Santiago Centro, comiendo su maní con pasas y almendras. Aunque, un día me confesó, lo que más le gustaba era el maní o las almendras confitadas, pero de esas se cuidaba, porque tenían mucha azúcar.
Entre café y café de lunes por la tarde supe y entendí muchas cosas. También pude conocer a una persona impecable, un profesional generoso y justo, un apasionado por el arte y su oficio.
Trabajador incesante, no me extraña que su nombre sea recordado con dolor por tantos profesionales relacionados con las artes escénicas. Incluso, toda persona que haya pisado alguna vez el Teatro Municipal de Santiago, de alguna manera ha estado en contacto con la obra de este artista monumental. Un artista que estuvo por décadas detrás de la creación de cientos de escenarios y vestuarios. La obra de Germán será recordada por siempre, ya que marcó un hito en la historia del Municipal, también en las artes escénicas en Chile y merece su lugar como parte del patrimonio artístico nacional.
Bajo perfil, incluso tímido, Germán no quería pisar las tablas donde otros artistas recibían los aplausos. Lo suyo era el papel, los materiales, las telas y el trabajo silencioso detrás de los escenarios. Su obra será recordada con admiración. Su persona, con cariño y afecto. Uno de sus últimos trabajos lo hizo para un teatro en Bélgica. Mientras trabajaba desde Chile, recibía paquetes por avión con muestras de las telas que se usarían para los vestuarios que proyectaba. Y preparaba su inglés para poder conversar alegremente, como él lo hacía, con los encargados del montaje, el director, los músicos, el elenco. Su humildad era tan grande, que me decía no poder creer que allá lo esperaban para el estreno, como a un verdadero artista. Y es que eres un verdadero artista, Germán. Y ahí, en ese momento, mientras tomaba un café helado y picoteaba el maní confitado, me di cuenta de la clase de persona que era; me di cuenta del artista que tenía en frente y me di cuenta, también, que Germán sí era rico, que quizás él lo decía como broma, pero de él es el reino de los escenarios. Y eso es suficiente pago para un artista incansable.