Por Pablo Álvarez, editor de Ekaré Sur
Un aspecto importante de la contingencia nacional tiene que ver con el patrimonio. Hace unos días pudimos ver con impacto cómo las llamas consumían el Palacio Schneider. O cómo, a unos metros del Palacio, un grupo de manifestantes tumbaba el monumento al general Baquedano. Unas calles más allá una iglesia era quemada y desmantelada. Edificios o monumentos con más de 100 años de existencia pueden ser derribados en una tarde. Hay un acto simbólico, de rebeldía, sin duda, en esa destrucción. Cierta iconoclastia, incluso.
Es cierto, causa conmoción ver un edificio patrimonial ser consumido por las llamas. Pero, ¿nos conmovemos ante la construcción de un proyecto inmobiliario que arrasa con barrios completos en Estación Central, Independencia, San Miguel, Ñuñoa? ¿Cuánto nos afecta la construcción de enormes centros comerciales, regados por toda la ciudad, en medio de la población? ¿No es acaso violento ver la casa Maroto cercada por un colosal mall detrás? Y si vamos más atrás, ¿no es lamentable la escena que se ve entre la Catedral de Santiago y Correos de Chile? Un triste espectáculo de un intento de modernidad precaria donde antes se encontraba la increíble Casa Krauss.
La pregunta quizás es, ¿cómo querer y cuidar el patrimonio? ¿Cómo, si nos han demostrado que este termina destruido, reemplazado por una grúa y rematado por un edificio de espejos? ¿Qué se refleja en esos edificios sino una imagen siniestra de sí mismos, unos enfrentados a otros?
Existe una sistemática destrucción de la ciudad. Desde tiempos coloniales nos han impuesto un edificio sobre otro edificio, para borrar el pasado, y nos impresiona ahora cómo el Palacio Schneider es consumido por las llamas. Santiago cambió. Valparaíso cambió. Iquique, La Serena, Concepción, Valdivia, Punta Arenas, todas las ciudades cambiaron, porque Chile cambió, y para siempre.
En Un día soleado asistimos a un Santiago pre 18 de octubre de 2019. Un Santiago que parece detenido en el tiempo, donde, a través de una anécdota simple, podemos recorrer sus calles, parques y rincones. La orilla del río Mapocho, donde vive el perro Simón, el Parque Forestal, el Museo Nacional de Bellas Artes, el MAC del Parque Forestal, el Mercado Central, por nombrar lo más evidente. Pero también, si nos detenemos, podemos ver importantes esculturas, detalles arquitectónicos, puentes que cruzan el Mapocho, se asoma el Tirso de Molina o la torre de la Iglesia del Niño Jesús de Praga. Pero también hay elementos aún menos perceptibles, un ambiente, una suerte de atmósfera o sensación: los colores de una ciudad, los adoquines y el pavimento, las piedras, el transporte, los rayados en los muros, las personas que la habitan.
El libro no contiene mayor información sobre los edificios nombrados. No la necesita. Sus páginas son más bien una invitación a detenerse en sus imágenes, a fijar la mirada en la arquitectura de un edificio patrimonial, a sentir la calidez de una ciudad que no siempre es gris, a reparar en detalles que muchas veces nos pasan inadvertidos.
Pero es también parte de nuestro patrimonio el lenguaje. El libro está escrito en coplas y cuecas, estructuras poéticas populares que conforman el patrimonio cultural. En ese sentido, Un día soleado se conecta con una dimensión popular de la escritura poética, en línea con el carácter y tono general del libro. La copla se estructura con cuatro versos octosílabos, donde el segundo verso rima con el cuarto. Mientras que la cueca tiene una estructura de dos estrofas con un remate. La primera estrofa tiene una estructura similar a la de la copla; la segunda es una seguidilla de versos que se alternan entre las siete y cinco sílabas. Los versos pares tienen rima consonante y en el quinto verso se añade un inserto obligatorio: las exclamaciones “sí” o “ay, sí”. Finalmente, hay un remate de siete y cinco sílabas que cierra la cueca con una rima consonante. En el caso de Un día soleado los temas de las cuecas son de carácter urbano y podrían aproximarse a lo que llamamos cueca brava o chora. El texto repara en los paisajes, pero también en los detalles de la ciudad que acoge la historia de Simón y Rafaela. Ahí están las palomas, por todos lados; el ruido del Mercado Central, con sus robustas albacoras; o la pelea en la ribera del río Mapocho, donde se embisten los perros bravamente.
Un día soleado es un homenaje a la ciudad de Santiago. Un canto en lenguaje popular con un código visual delicado y detallista. Un libro que pretende aportar en esa línea, en la del conocimiento de nuestra ciudad. Entonces nos preguntamos, ¿cuánto queremos o valoramos nuestro patrimonio? ¿Cuánto sabemos de él? ¿Cuánto nos interesa? A unos pasos del Palacio Schneider, recientemente consumido por las llamas, existía una antigua y enorme casona construida en el siglo XIX. En un principio albergaría una destilería, pero luego fue por casi 100 años la Facultad de Química de la Universidad de Chile. Hoy existe ahí un vacío, un gran agujero donde se construirá pronto un enorme edificio que solo conservaría la fachada. La gran casona no era monumento nacional. Es decir, no se consideraba legalmente parte del Patrimonio que debíamos resguardar.
Si ni las autoridades, ni las instituciones y no esperemos que las inmobiliarias, se preocupan por el patrimonio, ¿cómo lo hace la ciudadanía que ha visto cómo, sistemáticamente, el patrimonio es degradado? ¿Cuánto debemos sacrificar en pos del desarrollo de un modelo económico? ¿Cómo pretendemos cuidar el patrimonio si no cuidamos la vida en comunidad?
Hemos perdido los barrios. Los que quedan van resistiendo al avance de una ciudad que se expande sin sentido; sin sentido de la justicia ni de la equidad.