Por Bernardita Cruz, periodista
Una paleta encendida y una historia basada en una leyenda nigeriana dan vida a El Sol, la Luna y el Agua, un cuento de las chilenas Laura Herrera y Ángeles Vargas que primero fue concebido como un laminario para el Pequeño Teatro de Papel de Ekaré y que ahora llega como un libro para atesorar.
Desde la portada, sus protagonistas hacen gala de una rutilante jerarquía: el Sol, de melena imponente, viste como el rey de una tribu remota; la Luna ilumina su piel grisácea con un traje y un turbante dignos de una reina, y el Agua se enfunda en turquesa y joyas marinas. Los tres viven en una época en que “los animales hablaban y las cosas de este mundo no eran como son hoy” pero no gobiernan la tierra, sino que la habitan y disfrutan. Son amigos y todas las tardes se juntan a jugar en la casa del Agua. Ella nunca va donde el Sol y la Luna porque jamás sale sin su familia, y esta es demasiado grande. Pero el Sol quiere invitarla, así que se pone manos a la obra para ampliar su casa. La Luna lo acompaña y aconseja en la construcción, y juntos reciben al Agua, que llega con un gran manto de algas y peces. “¿Puedo pasar?”, pregunta desde el jardín, y el Sol le da cantando la bienvenida.
Estamos frente a un cuento donde todas las piezas funcionan como un engranaje perfecto. Una historia milenaria contada sin aspavientos, con un lenguaje sencillo y directo, e ilustraciones cargadas de colorido que se centran en la majestuosidad de sus protagonistas y contextualizan la trama en un escenario de aires africanos.
La narración va dando cuenta de sucesos fantásticos con soltura e invita al lector a sumergirse en un relato matizado también por la musicalidad. “No, no, no. El Agua no va a caber. Más grande tiene que ser”, le canta la Luna al Sol mientras este va levantando un piso tras otro. Y es que dicen en Nigeria que una historia siempre queda mejor si se le suman ritmos, cantos y bailes.