Constanza Mekis entrevista a Verónica Uribe: “El libro continúa siendo un sitio especial de intimidad y silencio”.

El pasado 26 de julio, Verónica Uribe, cofundadora y editora de Ekaré, recibió la Medalla a la Trayectoria de IBBY Chile, un reconocimiento que buscaba relevar sus más de 40 años dedicados a la edición de libros para niños y jóvenes.

En la ceremonia, que se realizó en el Centro Cultural de España, la presidenta de IBBY Chile, Constanza Mekis, conversó largamente con la homenajeada en un diálogo que fue desde su infancia –“me gustaba leer, es lo que recuerdo con más claridad”– hasta el futuro de Ekaré Sur, pasando por distintos momentos y anécdotas de su rica trayectoria profesional.

A continuación, recreamos parte de esa conversación, en una versión adaptada que da cuenta de una vida ligada a los libros desde la niñez, y de una trayectoria editorial comprometida y apasionada.

Agradecemos una vez más a IBBY Chile por el reconocimiento a nuestra querida Verónica, al Centro Cultural de España por el espacio y la preocupación por los detalles, a todos y cada uno de los asistentes por su cariñosa compañía y a Constanza Mekis por esta entrevista, tan pensada y generosa.

Para comenzar y entender el camino que has recorrido, me gustaría partir por tu infancia, por esas experiencias e intereses que marcan. ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

Aparte del diccionario, leía de todo en un tiempo en que no abundaban los libros para chiquitos, de manera que rápidamente pasé a lo que ahora se llama literatura juvenil. Recuerdo haber leído interesadísima Dos años de vacaciones de Julio Verne. Me encantaron estas aventuras de quince niños náufragos solos en una isla cerca de la costa chilena. Pero me molestaba que no hubiera ni una sola niña entre ellos. Y por las noches, reescribía a Verne en mi cabeza: yo estaba también allí, recorriendo la isla al lado de Briant, enfrentándome a los bandidos, cazando ñandúes, en unas peripecias que en la realidad jamás me habrían atraído. ¡Matar ñandúes! Era solamente por las noches, al borde del sueño que entraba en la aventura.

¿Además de la biblioteca de tu padre, tenías acceso a alguna otra biblioteca?

La biblioteca de mi colegio era excelente y yo la usaba siempre. Estaba ordenada así: a la izquierda, los libros para las más chicas, y a la derecha, los libros para las grandes, que yo miraba con avidez pero estaban prohibidos. Un día, estando yo en quinto grado, por casualidad vi en un estante de las chicas un libro con una cota diferente. Alguien se había equivocado y había puesto un libro de las grandes donde no correspondía. Inmediatamente lo tomé. Quería leerlo justamente porque no estaba destinado a mí, sino a las mayores. Muy asustada, porque era algo que no se debía hacer, lo llevé hasta el escritorio de la bibliotecaria, que conversando con otra profesora no se dio cuenta, lo timbró y me lo pasó.

Cuando leí las primeras páginas de La última niebla de María Luisa Bombal, supe que en los libros había también algo, otra cosa que no sabía nombrar, una manera de elegir las palabras, de ordenarlas en una cadencia, en un ritmo especial, envolvente. Y en esa voz poderosa, femenina, algo desquiciada de la protagonista, descubrí el arte de la palabra. Había leído mucho, pero no me había topado con esta literatura sentimental y avasalladora.

¿Qué te llevó a estudiar periodismo? ¿Cómo fueron los primeros años ejerciendo esta carrera?

Estudié periodismo porque un año antes había abandonado Historia. Historia es una carrera demandante y como había nacido mi hijo mayor se me hizo complicado estudiar. Pero antes de que pasara un año supe que tenía que volver a la universidad, pero a una carrera más fácil y donde pudiera hacer la equivalencia de muchas materias. Elegí así el periodismo, calculando, no porque me interesara esta profesión. Todo lo contrario. Detestaba reportear, me parecía absurdo el llamado “periodismo objetivo” de esa época, encontraba facilista y tontón el quién, cuándo, cómo, dónde. Trabajé brevemente en televisión y en una revista de El Mercurio.

Pero fue justamente esta carrera, tan poco querida, la que me permitió a mí y a mi familia sobrevivir en Venezuela –adonde llegamos después del golpe– los primeros largos meses, mientras mi marido hacía la reválida de Medicina.

¿Cómo ingresas a trabajar en el Banco del Libro? ¿Con qué personas trabajaste? ¿Qué proyectos emblemáticos desarrollaste allí?

Llegamos a Venezuela muy golpeados. Pero allí los amigos venezolanos nos acogieron con generosidad, como a tantos otros chilenos. Entré a trabajar en el Banco del Libro en el Departamento de RRPP. Si yo era mala periodista, ya se imaginarán, era pésima relacionadora pública.

Pero sí tuve allí la oportunidad de conocer el mundo de la literatura infantil. Y es gracioso porque yo que siempre quise de chica leer libros para adultos, ahora me veía de grande, ya de 30, ocupándome de libros para niños, justamente aquellos que no había leído y no me habían interesado cuando niña.

Trabajé en esos años con Luisa Barroso, una conocida periodista venezolana que dirigía el Departamento. Y me reencontré con Clara Budnik, que reorganizó la biblioteca del Banco del Libro y la transformó en un Centro de Documentación que llegó a ser el mejor de América Latina; con los padres de Marcela Valdés, con la conocida periodista Faride Zerán. Y con otros chilenos que se refugiaron en el Banco del Libro y encontraron allí un propósito y un espacio para reorientar sus vidas.

Dos proyectos interesantes que desarrollamos fueron la revista Parapara y, junto a María Beatriz Medina, la distinción anual Los Mejores del Banco del Libro, que continúa hasta ahora.

¿Cómo se inicia tu camino en la edición? ¿Qué rol jugó Carmen Diana Dearden?

Afortunadamente, la directora del Banco del Libro, al parecer consciente de cuán incómoda me sentía de relacionadora pública, me comentó un día que había, desde hace años, el proyecto de crear una editorial de libros para niños y que ella pensaba que yo podría trabajar allí. Fue un ofrecimiento increíble y, aunque nunca había pensado que ese podría ser mi camino, me sentí tentada de inmediato. Pero el ofrecimiento venía con un añadido. Me dijo: “Trabajarás en ese proyecto con Carmen Diana Dearden”. Yo no conocía a Carmen Diana. La había visto de lejos y lo que había visto no me gustaba: era una persona de un carácter muy fuerte, muy llevada de sus ideas, caprichosa y a veces, enojona.

Años después me enteré por la misma Carmen Diana que cuando la directora habló con ella y le propuso exactamente lo mismo, pero con la condición de que debía trabajar conmigo, ella dijo: “¡Ah, no! Con esa chilena mosquita muerta, no”.

Y sin embargo, a pesar de la desconfianza y reticencias iniciales, llegamos a trabajar muy bien juntas: nos complementábamos. Ella hacía las RRPP, se preocupaba de las finanzas, lanzaba ideas al vuelo, tenía muy buen ojo para descubrir libros interesantes que traducir y yo corregía manuscritos, me fijaba en los detalles, pero sobre todo hacía mucho editing.  Y ambas éramos audaces para desarrollar nuevos proyectos. Llegamos a ser muy buenas socias y amigas hasta hoy. Pero seguimos siendo muy distintas. Por ejemplo, tenemos la misma edad, pero ella es mucho más joven que yo.

¿Cuáles fueron los primeros libros que trabajaron y cómo fue esa experiencia?

Comenzamos sin saber nada. Sólo teníamos nuestras lecturas preferidas y la idea muy clara del tipo de libros que queríamos hacer: buenas historias latinoamericanas, bellamente ilustradas, muy bien impresas, de tapa dura. Libros de buena factura que pudieran verse bien y no desentonaran en cualquier estantería del primer mundo. Recurrimos primero a la tradición oral porque allí estaban las mejores historias pulidas por el tiempo. Así comenzó la colección Narraciones Indígenas con cuentos de la etnia pemón, una de las treinta que habitan el territorio venezolano.

¿Qué frustraciones o tropiezos laborales nos podrías contar?

Tropiezos, no sé si llamarlo tropiezos, pero sí dificultades. La plata, el vil dinero siempre es una dificultad mayor.

Cuando comenzamos, el Banco del Libro se comprometió a cancelar nuestros sueldos –que eran bien modestos–, y a proporcionarnos una pequeña y precaria oficina. Pero el dinero para la producción de los libros teníamos que buscarlo nosotras. Yo no servía para eso, de manera que fue Carmen Diana quien se dedicó a recorrer empresas que podrían interesarse en donar dinero para hacer libros para niños. Llegaba vestida muy elegante a la oficina y me decía: “Para salir a pedir dinero hay que vestirse muy bien, muy elegante”. Yo no entendía por qué, pero daba resultados, porque siempre volvía sonriente, con la buena noticia de que teníamos un patrocinador. Así comenzamos.

Y en el plano editorial, ¿algún libro o proyecto complicado de llevar a cabo?

Quisimos hacer una colección de biografías de personajes populares vivos: deportistas, músicos, poetas. Y adelantamos bastante con una de ellas. Ya teníamos el primer borrador que le enviamos al biografiado, pero demoraba en respondernos. Finalmente nos dijo, muy compungido, que no podía autorizar la publicación de su biografía. “¿Por qué?”, le preguntamos, “¿qué pasa?”. Nos aseguró que el texto estaba bien escrito, que era correcto, que todo lo que estaba allí era verdad pero… no era toda la verdad. Había cosas que él no había dicho y que no podían decirse. Por lo tanto, esa no era realmente su biografía.

Así nos dimos cuenta de lo difícil que es hacer libros de información, lograr que sean accesibles sin traicionar la verdad. Pero particularmente es complejo hacer biografías: las vidas no son una línea pura que podamos trazar sin borronear.

¿Cuáles han sido tus mayores satisfacciones laborales?

Cuando fuimos a Bologna en el año 1981 llevando la maqueta de La calle es libre y nueve editoriales nos compraron derechos de traducción. “Vaya”, pensamos, “esto no es nada difícil”, pero ese éxito no ha vuelto a repetirse. Hay libro traducidos a otras lenguas, pero nunca nueve de una sola vez.

La composición fue un proyecto que tardamos largos años en llevar a cabo. Intentamos con varios ilustradores que no lograban traducir en imágenes esta hermosa historia de Antonio Skármeta –que considero el mejor de sus cuentos–. Quedaban abrumados por el tema, un niño en medio de la dictadura, y no lograban dar con ese ambiente de opresión soterrada que es la cotidianeidad de un régimen militar. Además, cuando comenzamos, Antonio no era tan conocido, pero cuando dimos con un ilustrador que sí pudo enfrentar el reto, ya se había filmado Il Postino y los derechos de Antonio los manejaba la Agencia Carmen Balcells. Nos pidieron un anticipo que no podíamos pagar y estuvimos a punto de desechar para siempre el proyecto, pero al enterarse Antonio, hizo algo estupendo: habló con Carmen Balcells y el anticipo fue reconsiderado y puesto a nuestro alcance.

Recuerdo con mucho cariño La otra orilla de Marta Carrasco. Trabajé con ella esta historia que se había publicado como un cuento sin imágenes. Conversamos acerca de cómo dejar a las imágenes contarnos todo lo que se puede ver y dejar que las palabras se hicieran cargo de los otros sentidos: “mi madre canta”, “el rumor del río”, “sus manos estaban tibias”, “mmm… el olor del pan recién salido del horno”. Fue estupendo verla llegar unos meses después con una caja llena de sus maravillosas ilustraciones, a color.

Pero todos los libros que hacemos son muy queridos. Siempre me parece que el último en el que trabajamos es el más importante, el que tendrá más éxito. Me gusta sentir así. De manera que tendría que nombrarlos todos. Y por supuesto, entre ellos: Ven a ver arte chileno y Al sur de la Alameda.

Hemos hecho un recorrido por tu carrera, tus primeros años y tus aprendizajes. Hablemos de la editora que eres hoy. Con el camino que has recorrido, ¿cuál crees que es el rol del editor?

Jorge Herralde, de Anagrama, decía que el editor era una figura ambigua, difícil de definir, hasta sospechosa. Y todos conocen la cita de Goethe: “Los editores son los hijos del diablo. Para ellos debería haber un infierno especial”. Y lo que decía García Márquez: “Son una verdadera plaga”.

Pienso que estas sospechas acerca del editor surgen en parte porque en español la palabra editor designa funciones distintas: es tanto el dueño de la editorial como también quien trabaja directamente con el autor, su interlocutor en la construcción final del manuscrito que puede ser, y es muchas veces, una relación cercana y productiva. Cuando se trata de libros para niños, la figura del editor es más relevante puesto que coordina un proceso más complejo que incluye también al ilustrador y al director de arte.

Si hubiera que definirlo en tres palabras, el editor es un coordinador y un facilitador en el proyecto de un libro. Y quien imprime el sello de una editorial.

¿Podrías hablarnos de tu visión del lector actual?

El lector actual es distinto, por supuesto, al de hace unas décadas. Hay mucho ruido ahora, mucha información, muchas posibilidades de sumergirse en la ficción por otros medios: cine, televisión, juegos digitales. El espacio de ocio está siendo ocupado por ellos. Pero el libro continúa siendo un sitio especial de intimidad y silencio. Continúa siendo un refugio justamente frente al caos y a la información dispersa y fragmentada. Pienso que los libros que intentamos hacer van justamente en el camino de ritmos más lentos, de mayor pausa y detenimiento en las palabras, en las escenas, en las formas de decir las cosas y contar una historia.

¿Por quién te preocupas en tu rol de editora?

Intento tener presente a los niños cuando tomamos decisiones. Hay una anécdota de Ursula Nordstrom que tiene que ver con esto. Ella entró a trabajar a la editorial Harper muy joven, como secretaria (y llegó a ser vicepresidenta) pero pronto quedó encargada de la línea infantil. Y como era una mujer de un temperamento especial, se propuso no hacer más “libros malos para niños buenos, sino libros buenos para niños malos”. Y ella fue quien descubrió y publicó a Maurice Sendak y a otros grandes autores e ilustradores de mediados del sigo XX. Pero este propósito la enemistaba con algunas bibliotecarias conservadoras, especialmente con la directora de la biblioteca pública de Nueva York que en medio de una discusión le dijo: “Tú no eres maestra, no eres bibliotecaria, no tienes un título universitario, ni siquiera eres madre… ¿qué te califica entonces para ser editora de libros para niños?”. Y Ursula le contestó: “Pues alguna vez, hace años, fui una niña y no me he olvidado de nada”.

Nómbranos las reglas de oro de un editor.

Tal vez hay una sola, la regla de oro de la Biblia: ofrece a los demás lo que quisieras recibir tú. En el caso de los libros para niños, haz libros tan buenos, tan buenos, como los que te gustaría recibir de regalo.

¿Qué visión tienes del boom editorial en Chile? ¿Qué dificultades enfrenta una editorial independiente en nuestro país?

Creo que las editoriales independientes son más bien frágiles y dependientes. Es maravilloso que hayan surgido en tal número porque sus catálogos son expresiones originales de otras voces, son propuestas no solo distintas en sus contenidos, sino en su aproximación gráfica. Tienen un sello de búsqueda, de abrir caminos, no de repetir fórmulas. Pero, por supuesto, su supervivencia es azarosa en este pequeño mercado donde están presentes todas las editoriales, las grandes, las medianas, las pequeñas y las pequeñísimas, todas apelando a unos pocos lectores. En algún momento, Pablo Álvarez, editor de Ediciones Ekaré Sur, dijo que él describiría a las editoriales independientes como circos pobres en que los pocos que hay hacen de todo: desde levantar la carpa hasta dar la función. Pero, agregaría que la función suele ser siempre interesante.

¿Hay algo que desees para Ekaré Sur?

Que siga siendo una editorial pequeña con pocas pero cuidadas ediciones, que continúe la línea juvenil que comenzó con Al sur de la Alameda y siga desarrollando la Colección Arte para niños.

¿Y algún consejo para los editores y los interesados en los libros?

No sólo para los editores: el tiempo pasa volando y se va entre los dedos cuando se es vieja. De manera que ustedes que son jóvenes, aprovéchenlo.

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