Avanzar

Por Claudio Aravena Gatica, profesor y mediador de la lectura

Al leer "9 kilómetros" nos damos cuenta de que Claudio Aguilera y Gabriela Lyon crean un libro inolvidable, el reflejo vivo de miles de niños y niñas del mundo entero que cruzan senderos, mares, ventiscas o nieve para llegar a sus escuelas.

Hace un par de años —dos o tres quizás —visitando a una profesora de una escuela rural, en Puerto Natales, me contó la historia de algunos de sus estudiantes que venían de un poblado cercano todas las mañanas: “a veces llegan casi congelados”, me dijo. Yo, de la capital, sin tomarle el peso a lo que me relataba, le pregunté quién los venía a dejar y cuál era el camino que tomaban. Ella se paró, se acercó a la ventana y apuntando un cerro enorme, me dijo: “bajan por esa huella, caminando en medio de la nieve. Parten a las cinco de la mañana desde sus casas. Llegan siempre puntuales a clases, a las ocho y quince”.

En Chile existen más de dos mil escuelas rurales. Si bien, por economía municipal o por migración hacia la ciudad, cada vez son menos los niños y niñas que asisten a sus aulas, estas aún acogen a unos 35 mil estudiantes. Al recorrer estas escuelas en el sur, podemos ver que todavía se mantienen ciertas tradiciones: en algunas, los estudiantes dejan sus zapatos fuera de la sala y entran en zapatillas tejidas de lana; en otras asisten acompañados por sus mascotas, las que juegan en el patio esperando a sus dueños; en las más lejanas, los niños y niñas se levantan y entonan una canción de bienvenida. En todas, la hora de la alimentación es sagrada y vemos a las ayudantes de cocina preparar sendos platos de guisos humeantes o panes amasados que salen recién del horno y que son untados en mantequilla, acompañados de un tazón de leche. La escuela rural es otra vida.

Al leer 9 kilómetros nos damos cuenta de que Claudio Aguilera y Gabriela Lyon crean un libro inolvidable, el reflejo vivo de miles de niños y niñas del mundo entero que cruzan senderos, mares, ventiscas o nieve para llegar a sus escuelas. Nosotros, los lectores, somos espectadores al igual que la lechuza o la bandurria y vemos desde arriba —siempre desde lejos— lo que sucede todas las mañanas casi de noche: madres en el umbral de una casa, iluminadas apenas por una ampolleta, dejando a sus hijos en el camino solitario. Niños y niñas avanzando en medio de oscuridad sin más compañía que la lluvia y el rumor del viento en los árboles. ¿Para qué? Para educarse.

Un mapa verde marcado por una huella roja nos introduce en la historia. Esta guarda, como en un buen álbum, es una marca narrativa: desde el inicio los autores nos dicen que estamos frente a un recorrido del que no sabemos nada, o casi nada, porque la portada ya nos muestra a un niño de chaleco amarillo y gorro de lana a juego, pantalones de mezclilla, botas y una mochila. ¿Un explorador? ¿Un estudiante? ¿Un niño que abandonó su hogar en busca de un mejor destino?

El niño con su mochila comienza su recorrido siempre acompañado por la naturaleza; pájaros, perros, insectos, vacas, lagartijas, caracoles aparecen en su relato mientras el caminante va enumerando, contando pasos, recitando: “9 kilómetros son 9.000 metros”, repitiendo un mantra que lo aleja del peligro de la selva oscura y fría en la que viven los pumas. En su camino no pierde el ritmo ni la agilidad, con ánimo cruza cercos y balsas, lanza piedras, salta tranqueras; ni la lluvia ni el barro lo detienen.

Claudio Aguilera nos relata la historia de este niño ágil que se enfrenta diariamente a una larga caminata de nueve kilómetros para asistir a la escuela. Un camino que puede desafiar la voluntad de cualquiera, pero que el personaje toma como una aventura; y así en textos cortos, aparecen acompañando los pájaros —siempre presentes en los textos de Claudio— mirando desde los árboles o desde el cielo; los insectos que juegan a ser un coro musical y, por cierto, las matemáticas, el contar constante que estimula la imaginación y que conecta el aprendizaje con la naturaleza.

Las imágenes de Gabriela Lyon son realistas y evocadoras. Sentimos el olor a bosque húmedo, el crujir de las hojas, el chirriar de la piola mientras la balsa cruza el río correntoso, pero, sobre todo, las ilustraciones nos muestran la luz: cómo avanza el día, cómo el niño abandona la oscuridad y los rayos se asoman a través del tupido bosque; el cielo al abrirse las nubes sureñas, blancas y grises, llenas de agua. Gabriela disfruta usando distintos planos expresivos, vemos al personaje desde lejos, diminuto como parte del paisaje y, a la página siguiente, podemos ver su rostro y sus manos empapados de lluvia. Escuchamos la risa de sus amigos y el talán-talán de la campana escolar.

En las páginas finales, los autores nos señalan que no es solo en Chile podemos encontrar a estos jóvenes estudiantes cruzando largos caminos para llegar a sus escuelas. Agradecemos tener siempre presente que todos los días en Kenia, en Colombia, en Perú o en China los pequeños caminantes hacen esfuerzos en busca de una herramienta poderosa que los ayudará a cambiar sus vidas y que, al llegar a su destino, habrá profesores esperando por ellos para acogerlos y cuidarlos, como la maestra de la escuela de Puerto Natales.

 

*Claudio Aravena Gatica es profesor y mediador de la lectura.

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