Es tan difícil saber qué tiene un personaje para ser capaz de llegar al corazón de la gente… Me pasó tantas veces que se me acercaron niñas para decirme: “Yo soy la niña bonita”. Y no sólo niñas, también mujeres adultas y también niños, que decían “yo soy niño, pero soy el niño bonito”. Supongo que hay algo misterioso en este poder de los personajes.
Escribí Niña bonita para mi hija, cuando acababa de nacer. Ella no es negrita, era muy blanquita, era la más blanca de todos, y sus hermanos jugaban a preguntarle: “¿Cómo eres tan blanquita, qué te pasó?”, y ponían voz de conejo porque ella tenía un conejo de peluche. Una vez uno de los hermanos preguntó: “¿Cuál es tu secreto para ser tan blanquita?”. Y el otro contestó: “Me cayó talco cuando mi mamá me cambiaba los pañales”. Y los hermanos se rieron, y ella también se rio, aunque era un bebé. Y fue entonces cuando ellos empezaron a jugar con distintas respuestas del universo infantil: es que he bebido demasiada leche, comí demasiado arroz, mi hermano me llenó de pasta de diente… Era tan divertido y lo estaban pasando tan bien los tres que me dije: “Tengo que escribir un cuento con eso, pero al revés, porque nuestras princesas en Brasil son negras y lindas”. Recién había estado en Angola y estaba fascinada por cómo las mamás peinaban a sus hijas, esas trenzas en las que ponían conchitas y semillas y flores. Además, mi hija no tenía pelo y entonces yo le ponía siempre moñitos en la cabeza para que por la calle no me preguntaran si era niño. Así que ya estaban varios elementos, la niña bonita, el conejo, los peinados y los moños…
Todo eso se reunió, y así salió el libro.