Por Lola Larra, autora de Al sur de la Alameda
Me siento muy honrada de estar en Manila, y sobre todo muy contenta de que Al sur de la Alameda pueda llegar a jóvenes que aparentemente viven una realidad tan alejada de esos estudiantes chilenos que protagonizan la novela. Sin embargo, creo que los estudiantes, vivan donde vivan, estén donde estén, comparten muchas cosas, entre ellas ese poder y esa fuerza y esas ganas de cambiar el mundo, de volverlo un lugar mejor para todos.
Vengo de Chile, un país de Sudamérica muy largo y muy estrecho. En muchas cosas, Chile también es un país-isla, como Filipinas, porque está separado del resto del continente sudamericano por la inmensa Cordillera de los Andes al este, y al oeste, por el océano Pacífico. Compartimos el mismo mar, entonces, aunque estemos a kilómetros de distancia, Chile está lejos de todo. De hecho, la palabra Chile significa confín del mundo, o el lugar más alejado de la tierra. Y de allí vengo. De los confines de la Tierra. Con una buena dosis de jet lag y tras montones de horas de vuelo.
Igual que Filipinas, Chile fue conquistado por los españoles, como el resto de Latinoamérica, y por eso hablamos español. Un español con un acento cerrado y a veces difícil de entender, pero que escrito ha dado pie a grandes escritores y escritoras. Tal vez hayan escuchado hablar de Pablo Neruda, o de Gabriela Mistral, dos inmensos poetas que ganaron el premio Nobel.
Chile había sido un país bastante tranquilo en el siglo XX, hasta que en 1973 su democracia sufrió un golpe de estado al que le siguió una dictadura muy sangrienta y cruel, que duró 19 años. Mi familia tuvo que exiliarse pocos meses después del golpe militar. Y por eso yo crecí fuera, primero en Venezuela y después en España. Nací en Chile, viví en el exilio y regresé recién en el año 2006.
Mis padres añoraban su tierra y yo crecí, como muchos otros hijos de exiliados, entre dos culturas. Pero esta experiencia trajo consigo un especial descubrimiento de los otros: otros colores, otras voces, otros acentos. A lo largo de mi vida he tenido la suerte de vivir en muchos lugares y también muchas oportunidades de viajar, de estar en contacto con muchas culturas. Ahora, viajo gracias a las historias que escribo. Como esta semana, que tuve la inmensa fortuna de ser invitada a Filipinas gracias a la traducción de esta novela.
Viajar a otros países, y ponerse en contacto con otras culturas, es un privilegio. Y un hábito muy sano. Porque nos permite entender al otro. Entender las razones del otro. Y, finalmente, también comprendernos a nosotros mismos.
Es igual que leer ficciones.
La literatura, como los viajes, nos muestra la complejidad del mundo y, sobre todo, nos permite ponernos en el lugar del otro, solidarizar con el otro.
Tal vez la literatura no salve vidas ni cambie el curso de la historia. Pero creo firmemente que puede tocar y transformar algunas conciencias.
Viajar y leer también nos permiten darnos cuenta de que, sí, somos diferentes pero que al mismo tiempo somos muy parecidos.
Chile y Filipinas. Es curioso que nos parezcamos tanto.
Yo no lo sabía. Me he dado cuenta en los pocos días que he estado aquí. Me siento en casa. Entre el tráfico y el caos y la lluvia y la humedad. Rodeada de gente sonriente y amorosa.
Chile y Filipinas. Nos parecemos mucho. Tenemos las mismas cicatrices. Nos aquejan los mismos dolores. Compartimos un pasado atormentado.
En esta semana en Manila he podido visitar varios colegios y hablarles a muchos estudiantes acerca del libro Al sur de la Alameda. Es la historia de un pequeño colegio que queda al sur de la Alameda, una gran avenida que cruza Santiago. Y la historia transcurre en 2006, durante la llamada “revolución pingüina”, cuando miles de estudiantes chilenos lograron, con sus protestas y ocupando sus colegios, cambiar el curso de la historia y revocar una ley de educación injusta. Los estudiantes filipinos recibieron con entusiasmo la historia de los estudiantes chilenos. Y con razón. Porque tienen muchos ejemplos aquí mismo donde inspirarse. A través de sus comentarios y sus preguntas me di cuenta de que están muy conscientes de la historia que ha vivido su país. Y muy atentos a que no vuelva a ocurrir.
Escribí Al sur de la Alameda en mi reencuentro con Chile, así que le tengo mucho cariño.
En 2006, cuando volví, Chile ya no era el país uniformemente triste que había visto en mis primeras visitas en los años noventa. Se había convertido en un país vibrante, colorido, lleno de vitalidad, de efervescencia social, y también de contradicciones.
Todo eso fue lo que vi en las tomas que visité en mayo de 2006. Fue asombroso encontrarme con que miles de estudiantes estaban marchando por las calles y ocupando sus colegios para protestar por una ley heredada de la dictadura de Augusto Pinochet, una ley que concebía la educación no como un derecho sino como una mercancía.
Los hechos que se narran en Al sur de la Alameda ocurrieron hace unos 13 años, y ya la “revolución pingüina” del 2006 forma parte de la historia y de la memoria de Chile. De una historia que sigue sucediendo y que aún no sabemos bien cómo va a terminar. Como suele ocurrir después de una larga dictadura, las transiciones a la democracia son complicadas y lentas.
El libro, que empezó como una novela tradicional, a manera de diario, narrada por Nicolás, un estudiante ‘atrapado’ en la ocupación de su colegio, sólo cobró sentido cuando, con Vicente Reinamontes, el ilustrador, armamos lo que sería una segunda voz narrativa, la que se cuenta sólo con las imágenes y que conectan las protestas estudiantiles del 2006 con las protestas de los estudiantes en los años ochenta, durante la dictadura de Pinochet.
La escritura es un oficio muy solitario. Pero en este caso, para mi alegría, no lo fue tanto. Tuve la guía y la compañía de los editores y el director de arte de Ekaré Sur. Y he tenido un inmenso compañero de viaje, Vicente, que le dio vida al texto con sus extraordinarias ilustraciones. Por casi dos años, trabajamos sobre la base del diario de la toma de Nicolás. Y muchas cosas del texto original cambiaron en ese proceso. Desde el título a las escenas finales, por nombrar sólo algunas. En ese sentido, la edición y el armado del libro fue una labor gozosa, grupal, comunitariamente satisfactoria.
Yo me había acostumbrado, como Nicolás en el libro, a escribir muy sola. Y es que, como muchos, creo, me había acostumbrado a pensar individualmente. A pensar que con el bien y la alegría individuales bastaban. Eso nos había enseñado el neoliberalismo. Pero lo que nos enseñaron (o nos recordaron) aquellos estudiantes en el 2006 es que no basta con la felicidad individual. Que el bien común es algo de lo que no podemos prescindir. Esa toma de conciencia, ese paso, esa transformación de lo individual a lo comunitario, de lo privado a lo público, es lo que le sucede a Nicolás, el protagonista de Al sur de la Alameda.
Este proceso nos lo recordaron los estudiantes chilenos en el 2006, pero nos lo siguen recordando muchos jóvenes alrededor del mundo. La joven ecologista sueca Greta Thunberg. Los estudiantes de Hong Kong que pelean por su libertad. Los estudiantes de Brasil que denuncian los recortes a la educación que está tramando el presidente Jair Bolsonaro. Y tantos más que en alguna parte del mundo ahora mismo están luchando por sus derechos.
La novela habla de todo esto. También habla de amor y de muchas otras cosas que suceden en esta toma, esa escenografía literaria fascinante, ese microcosmos en que nosotros los adultos somos los intrusos.
Cuando publicamos el libro nos preguntábamos cómo una historia en principio tan ‘local’, tan chilena, podría interesar en otras latitudes. Creíamos que no. Pero les interesó. Creo que en el caso de Al sur de la Alameda ha tenido que ver con que tiene una muy original manera de contar las cosas, y con que la historia, sin nosotros haberlo previsto, toca a mucha gente de distintas generaciones, y de muchas partes del mundo. Los temas de los que habla la novela interesan en muchos lugares, porque desgraciadamente suceden cosas parecidas en otros países.
Creo que hemos tenido mucha suerte, tanto con los premios como con la crítica y los lectores. El libro ha funcionado de una manera que jamás imaginamos ninguno de los implicados, ni Vicente Reinamontes, ni el equipo de Ekaré Sur, ni yo.
Muchas gracias.