Por Marcelo Guajardo, periodista y escritor
Escrito en coplas que fluyen con claridad y aplomo, solo interrumpidas por dos preciosas cuecas que aparecen en la mitad y al final del relato, el libro acierta en términos estéticos con un gran amarillo que le recorre de punta a cabo y que comanda toda la publicación. Este color encierra varios simbolismos significativos: el día que se abre con sus colores y esperanzas; la ciudad siempre gris se nos aparece aquí apacible y brillante, y finalmente, el gran ensamble del color con el canto a lo poeta de Rafael Rubio y el alegre trazo de acuarela de Gabriela Lyon.
El libro es en sí mismo una invitación nostálgica. Da la sensación que por un momento Santiago se convirtiera en un pequeño y tranquilo pueblo rural de principios del siglo XX. Esta decisión y su resultado material es precisamente el centro del libro y de su propuesta. Es posible, si miras como una niña que abre los ojos a un día soleado, que la ciudad se transforme en un pequeño mundo de hace cien años. Un lugar en donde estarán los mismos edificios y monumentos que han estado allí desde siempre; también sus nuevos y brillantes edificios de espejos. Pero, además, conviviendo con la modernidad, los cantores populares y su literatura de cordel, el comercio ambulante buscando su lugar, el mercado y sus viandas; esa barriga desbordante de la gran ciudad, los recovecos y callejuelas de la chimba, los artistas callejeros, las irreductibles palomas; el subsuelo del río, ese surco, antes de cal y canto, ahora de trenzas metálicas y concreto, todo en cuadros móviles que se persiguen, como Simón y Rafaela al importuno ladrón canino.
El sol despierta de una vez y lo inunda todo. Así como ha despertado Simón de su cama de cartón en la ribera del río. El inefable quiltro de nuestro Santiago abre sus ojos al nuevo día regalado y comienza su deambular pergeñando pequeños alimentos y cariño pasajero.
El Santiago de Un día soleado es una ciudad nueva y antigua a la vez, toda bajo el filtro del tiempo, el canto y la acuarela, juntas como antaño. Y seguramente, los mismos quiltros que siempre han deambulado por allí. Su amarillo es también su sepia y su retorno es su declaración: la ciudad y el sol que la alumbra puede ser un refugio para la sorpresa, la ternura, para la fragilidad de los colores, que se vuelven a ver como si nunca los hubiéramos visto.