Por Pablo Álvarez, editor de Ekaré Sur
Cuando Ítalo Calvino emprendió la enorme tarea de recopilar y reescribir parte del folclor italiano, su interés fue más bien por una tendencia al estilo y la forma: “Si en una época de mi actividad literaria me atrajeron los folk-tales, los fairy-tales, no era por fidelidad a una tradición étnica ni por nostalgia de las lecturas infantiles, sino por interés estilístico y estructural, por la economía, el ritmo, la lógica esencial con que son narrados”.
A pesar de ciertas resistencias actuales a los clásicos, estos tienen un encanto innegable: son sencillos –característica muy compleja de lograr en la ficción–, sus metáforas o alegorías son fácilmente descifrables y poseen rasgos formales que son amigables para los primeros lectores. Ahí es donde estructura, economía y ritmo tienen un valor fundamental y los lectores lo aprecian. Es posible que muchas de las críticas actuales a los cuentos clásicos y populares se centren en sus contenidos, dejando de lado los atributos estrictamente estilísticos, estéticos y literarios de estos. Es ahí donde, por ejemplo, la repetición o la acumulación juegan un rol fundamental en la construcción del relato.
Veamos el caso de La Tortilla Corredora, un cuento de la tradición campestre que ha sobrevivido cientos de años y cuyas correferencias se pueden encontrar en distintas partes del planeta con ciertos cambios en los intérpretes. La estructura es sencilla: una tortilla cobra vida justo en el momento en que iba a ser comida y comienza una carrera para huir de todos los que se la quieren comer. Aparecen los niños, la vaca, el perro, el gallo y el chancho; ella escapa de cada uno y los personajes se van agolpando en el relato. Hay repetición de la anécdota y acumulación de personajes: una receta que los lectores pueden identificar con facilidad y disfrutar así de una lectura conocida, confiable, predecible.
En el caso de La ollita sopera –adaptación de Nibaldo Fuentes a un clásico muy breve recopilado por los Hermanos Grimm llamado “La papilla dulce”–, tenemos un objeto con características mágicas que puede alimentar a todo un pueblo si se usa correctamente. Para eso, se tienen que decir unas palabras mágicas para que empiece a cocinar y otras para que termine de hacerlo. La receta es sencilla, el efecto esperado y el resultado es una deliciosa cazuela que sacia el hambre del pueblo.
¿Dónde está la actualidad de un relato así? ¿Dónde se pueden desprender sentidos en una metáfora sencilla como la de una olla mágica? La adaptación de Nibaldo Fuentes nos ofrece, primero, una heroína, un personaje femenino decidido y resolutivo, que con ayuda de personajes y objetos mágicos logra solucionar su problema y el de sus vecinos. En el relato se incluyen también las palabras que activan y desactivan la magia de la ollita. Las palabras son repetidas en distintas ocasiones, generando en los lectores una singular familiaridad. El relato cobra todo su sentido hacia el final, cuando la niña logra descifrar la enigmática frase que la viejecita del bosque le dijo al momento de darle la ollita sopera. La protagonista entiende, finalmente, que el objeto mágico debe ser compartido con el resto de la comunidad.
Esta historia nos llegó en plena pandemia, en el año 2020. Inspirada en las cientos de ollas comunes que empezaron a aparecer por todo el país, el relato nos mostraba, con algo de magia, las dificultades sociales, económicas y sanitarias que la pandemia dejaba al descubierto. La ollita sopera fue una manera de homenajear a todos esos vecinos organizados y solidarios que construyen comunidad en sus barrios.